Capítulo 17: El hombre de ciencia

>> sábado, 11 de abril de 2009

El hombre de ciencia

El apoyo a la ciencia y sobre todo a la alta investigación científica, históricamente era uno de los puntos flacos de todos los presupuestos gubernamentales de México. Era justamente por eso que Alberto, un investigador nato que ya había obtenido dos doctorados y estaba por recibirse en el tercero, había tenido que emigrar al extranjero, aunque eso no lo tenía nada contento.

Desde hacía varios años trabajaba como investigador becario en un centro de investigación del MIT, una de las universidades más prestigiosas del mundo, pero nunca se había dado por vencido de que algún día pudiera regresar a su país para dar un buen impulso a la ciencia y desarrollar proyectos de investigación lo suficientemente importantes para que empezara a ser científicamente auto-sustentable. No es que la ciencia, por si sola pudiera ser auto-sustentable, pero, en el ambiente de la investigación de los Estados Unidos y más concretamente de la universidad que lo tenía contratado, Alberto recordaba cotidianamente una de las afirmaciones del dramaturgo alemán Bertold Brecht: “los inventos para los humanos se reprimen, los inventos en contra de los humanos se fomentan.”

Al contemplar la situación de la ciencia en el ambiente estadounidense, se había dado cuenta que en términos de presupuesto no se podía hacer nada si el atractivo de las ganancias no brillaba al final del camino. Claro que muchas veces esas ganancias no eran solamente económicas, también se consideraba como ganancia el prestigio y el prestigio por desgracia estaba condicionado en casi todos los casos por los temas científicos de moda. Tan pronto se terminaba la moda resultaba casi imposible obtener recursos para alguna investigación.

Además, el manejo de los grandes temas de investigación que muchas veces implicaban enormes costos de investigación había ocasionado que la ciencia misma cayera en desprestigio entre el grueso de la población ya que ésta percibía, no sin razón, que la ciencia en muchos temas era una de las grandes culpables en muchos problemas que afectaban a la vida cotidiana de los seres humanos.

La ciencia, en suma, se había convertido en una especie de matrimonio infernal entre la instrumentación, la tecnología, el capitalismo y, sobre todo, con el complejo militar industrial.

En efecto, muchas investigaciones, sobre todo aquellas que estudiaban lo más pequeño y lo más grande requerían de inversiones ya no millonarias, sino incluso multimillonarias de inversión. Para estudiar el átomo, por ejemplo, se requerían de instalaciones que abarcaban hectáreas y hasta kilómetros cuadrados, como el acelerador de partículas del CERN que incluso le daba la vuelta a toda una ciudad, Ginebra y pasaba por tres países, Suiza, Francia e Italia. En el espacio sucedía lo mismo, una expedición a Marte ya no era financiable ni siquiera por el vasto poder económico del gobierno de los EEUU y se tenían que encontrar financiamientos internacionales para realizarla. Por el otro lado, el juguete de moda, la investigación genética, a parte de su enorme costo, tenía más adversarios que adeptos por el pavor que tenía la población general a sus posibles repercusiones futuras y muchos ya veían el Mundo Feliz Huxleyano a la vuelta de la esquina.

Al mismo tiempo, la ciencia para gusto de Alberto, se había convertido, desde hacía ya algún tiempo en una especie de sirvienta de la tecnología, apartándose de la curiosidad científica griega del querer conocer y comprender el mundo. Si bien esto no era generalizado, sobre todo entre los científicos de mayor renombre, la preocupación por salir vencedores en la carrera por los dineros hacía que prácticamente todos los científicos buscaran la justificación a su curiosidad mediante posibles y potenciales aplicaciones tecnológicas aunque éstas tuvieran que esperar años y años para poder ver la luz y encontrar un mercado atractivo entre los industriales.

El aspecto más dantesco de la ciencia, sin embargo, era la cantidad tan impresionante de científicos que eran ocupados por la industria militar. Era bien sabido que muchas de las tecnologías tan comunes actualmente en los automóviles, las comunicaciones y en el ámbito satelital habían sido desarrolladas por estos científicos primero para los ejércitos del mundo y tan solo después de muchos años habían pasado a sus usos civiles. La investigación atómica había avanzado a pasos agigantados gracias al interés de algunos gobiernos por la bomba atómica, lo mismo se podía decir de la navegación, de la aviación y hasta de muchos aparatos electrodomésticos.

En todo este esquema donde imperaban las leyes del mercado por encima del impulso científico natural de comprender al mundo, se había perdido toda ética y toda moral científica. La ciencia desde hacía mucho tiempo había dejado de ser una de las grandes actividades sagradas del ser humano para convertirse en un ámbito más en el que los dictados del dios dinero era lo único que contaba. Ningún gran capital del mundo, fuera particular o corporativo se podía dar el lujo de pasar por alto el aportar dineros a la ciencia y eso tenía su precio ya que esas aportaciones estaban claramente ligadas a la promesa del beneficio futuro para los inversionistas que siempre se jactaban de hacer sus aportaciones de forma altruista pero que distaban mucho de serlo. La ciencia ya no se hacía para satisfacer la curiosidad nata del hombre, sino para ganar enormes sumas de dinero, y los ejemplos eran muchos comenzando por la industria farmacéutica, para pasar por todos los ámbitos del quehacer humano.

El pensar peligrosamente como en el pasado lo habían hecho siempre los grandes que históricamente le habían dado los grandes impulsos a la ciencia, hoy en día era estar condenado a poder publicar unos cuantos libros que a duras penas permitían una precaria subsistencia a sus autores.

Alberto se consideraba a sí mismo como uno de esos pensadores peligrosos. Pero también se daba cuenta que el sistema en el que estaba inmerso lo dejaba pensar peligrosamente por la única razón de que todavía no le habían llegado al precio y las tentaciones de llegarle al precio ya se le estaban acumulando delante de la puerta. Era la hora de regresar a su país o morir en el intento de luchar contra un sofisticado sistema que ya no tardaría en derrotarlo. Alberto conocía perfectamente sus puntos flacos al respecto, no eran económicos, sino de una índole mucho más afectiva: la familia que tenía en México.

El panorama de la ciencia en México, con todo y su falta de apoyos, era mucho más alentador. En su país todavía no se hacía ciencia peligrosa y Alberto consideraba que con un sistema de canalización dirigido por algunas instituciones se podían generar grandes proyectos de investigación aprovechando el vasto potencial de la experiencia que da la experimentación casera. Se podían mejorar motores si se lograba despertar la inquietud de miles de mecánicos de realizar aportaciones y canalizarlas, se podían generar curas para muchas enfermedades si se hacía lo mismo canalizando y sistematizando los esfuerzos de los médicos herboristas, tradicionales y alternativos que abundaban en el país al margen de la medicina académica, con el esfuerzo y la experimentación de miles de campesinos se podían generar nuevos alimentos sin requerir de los esfuerzos multimillonarios de los centros de investigación agrícola, en fin. La ciencia, más allá de satisfacer la curiosidad humana sobre el como es y funciona el mundo, en México podía logar aportaciones importantes si tan solo se desarrollara y fomentara la ciencia casera, la ciencia de investigación de bajo costo que se hacía cotidianamente sin que la ciencia institucional la percibiera o considerara como tal.

Además, para Alberto, era de particular importancia que la ciencia regresara al ámbito de lo sagrado. Esto no quería decir que esta intentara explicar o no los mandatos que uno o varios dioses habían concebido para el actuar de la naturaleza y los seres humanos, sino regresar a esquemas éticos y morales de responsabilidad con un todo holístico en el que ya no se generaran aportaciones científicas dañinas para los seres humanos en aras de la ganancia económica o del poder político y militar.

Lo sagrado de la ciencia, para Alberto, era su parte ética, y esa ética en muchos científicos se había perdido por dos razones fundamentales: la pérdida de la visión del todo que se había quedado en entredicho cuando la misma ciencia se había vuelto cada vez más reduccionista, especialista y espectacularista. Evidentemente era más espectacular llevar al hombre a Marte o construir un acelerador de partículas de kilómetros de longitud, pero las respuestas que inquietaban a la mayoría de los seres humanos se habían quedado en el camino. La gente esperaba respuestas de la ciencia para su salud e intuía que esa salud no era simplemente cuestión de tragar una tableta que se compraba en las farmacias a costos cada vez más impagables. La gente esperaba respuestas sobre formas más efectivas de alimentarse y no productos científicamente generados que únicamente satisfacían los antojos, a la vez que vaciaban sus bolsillos. Alberto sonreía frecuentemente al contemplar a sus colegas, muchos de ellos genios respetados en su respectiva disciplina, que estudiaban minuciosamente hasta los menores detalles de alguna cosa insignificante y en el camino perdían completamente la visión de cómo esa cosa insignificante estaba integrada en el todo. El elemento insignificante que habían escogido estudiar se convertía en su mundo y lo llenaba, muy pocos de ellos tenían la capacidad y la visión de no perderse en ese mundo reduccionista y esperaban que el resto del mundo compartiera sus intereses, le financiara sus proyectos de investigación y vivían permanentemente frustrados cuando se daban cuenta que el resto del mundo no compartía su interés sobre la partecita que era el suyo.

Para Alberto era crucial que regresaran a la escena de la ciencia hombres y mujeres con las visiones multidisciplinarias que habían caracterizado a los Aristóteles, los Tolomeo, los Pitágoras, los da Vinci y los Humboldt del pasado. El pretexto de que la ciencia era cada vez más compleja y requería de cada vez más especialización para Alberto era un argumento bizantino que no tenía ni pies ni cabeza. Aducir a la especialización como una necesidad implícita a la complejidad del mundo era como querer curar una cirrosis con tequila. La mente humana era lo más complejo conocido por la ciencia y algo tan complejo era perfectamente capaz de lidiar y comprender la complejidad del afuera si tan solo se lograba convertir ese afuera en un adentro. O ¿a caso no era esa justamente la propuesta, totalmente científica, que habían encontrado los grandes fundadores de las religiones del mundo? El buda, Jesús, Mahoma, Zaratustra y tantos otros habían encontrado grandes respuestas cuando habían logrado amalgamar el mundo exterior con el interior. Eso era a lo que los mayas se referían cuando hablaban del camino de la ceiba y del cenote. La ciencia actual había emprendido el camino de la ceiba, del afuera y se había olvidado completamente del camino interior.

El segundo aspecto que había estancado la sacralidad de la ciencia era entonces un problema cognitivo. Algo relacionado con la omnipresencia de la conciencia y cuya solución podía encontrarse en los caminos chamánicos de la búsqueda de conocimientos. Si, como parecía demostrarse con cada vez más imperiosidad lo que estaba detrás de toda ley natural era la conciencia que hacía que los componentes de la naturaleza estuvieran donde estuvieran, tuvieran las formas y funciones que desempeñaban en el orden natural, era una necesidad que el propio ser humano se volviera a conectar con sus estados elevados de conciencia para desarrollar una nueva relación sagrada con su mundo y el conocimiento que se pudiera generar sobre él.

La síntesis de todas estas ideas había llevado a Alberto a desarrollar, en sus horas libres y lejos de los ojos del mundo, todo un proyecto que le diera los impulsos necesarios a la ciencia mexicana y solo esperaba una oportunidad de encontrar a alguien receptivo a quien presentarlo. Al pensar en un nombre atractivo para su propuesta se le había ocurrido recuperar el antiguo nombre náhuatl de la ciencia sagrada “Toltekaoyotl” y le había puesto el prefijo “Ollin” para indicar que se trataba de un movimiento de regeneración de la ciencia. Alberto deseaba con todo fervor que “Ollin Toltekaoyotl” pronto fuera una realidad y que éste proyecto fuera su boleto de regreso a su país.

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Esa mañana Alberto, como era su costumbre, se había levantado a las cinco de la mañana. Después de encender su computadora en el estudio había bajado a la cocina de la primera planta para hacerse el imprescindible café. El día no podía comenzar sin ese vital líquido. Regresó a la computadora y revisó su correo electrónico como de costumbre. Primero se dedicó a marcar los que no le interesaban. Como siempre había decenas de correos publicitarios y se propuso mentalmente a dedicar un tiempo a marcarlos como spam cuando su vista cayó en el título de un correo en especial. El asunto decía:

“La fundación long now ha aprobado su proyecto. Comuníquese de inmediato.”

El científico hizo click en el cintillo para que el correo se abriera y bajó a la cocina para servirse el primer café de la mañana. Hoy le iba a saber diferente. Después de darle un sorbo al brebaje y buscar en la estantería un paquete de galletas abierto, lo tomó y regresó a su estudio. El correo se había abierto sin contratiempos y ponía:

“Estimado colega:
Hemos leído su propuesta de proyecto Ollin Toltekaoyotl con mucho interés y sentimos que reúne los requisitos necesarios para que nuestra fundación lo apoye.
Como usted sabrá somos una fundación pequeña, pero el destino nos ha sonreído ya que uno de nuestros benefactores mexicanos nos ha donado un buen terreno y una importante suma económica que pensamos poner íntegramente a su disposición.
Consideramos de suma importancia que se reúna con nosotros en San Francisco a la brevedad. Ya hemos pagado sus vuelos y puede abordar cualquier avión de American Airlines en el momento en el que lo decida. Esperamos que no pase de esta semana para que usted se decida a aceptar nuestra propuesta.
Sin más por el momento…
Avísenos telefónicamente la hora de su llegada… Alguien de la fundación acudirá a recogerlo al aeropuerto. “

Alberto no cabía de sí. Rápidamente descolgó el teléfono y se comunicó con el aeropuerto para preguntar sobre el siguiente vuelo de salida. Unas horas más tarde se encontraba en San Francisco viendo como todas las expectativas que había puesto en su proyecto eran cumplidas. Su única duda era que no tenía ni idea de donde se encontraba Valle de Santiago en el estado de Guanajuato.


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